martes, 24 de julio de 2012

La curiosidad mató al gato (dice el dicho popular)


Salí a la calle un día cualquiera, una calurosa mañana de verano, y ya el sol bien alto hacía estragos a los viandantes que se refugiaban en las sombras procuradas por los edificios. El calor sofocante no impedía que la vida continuase en la ciudad a pesar de todo pero, poco a poco, conforme avanzaba la mañana, la multitud iba desapareciendo de las calles, para acabar resguardada en los bares y en sus casas al llegar la hora del almuerzo.

Caminaba yo también buscando el refugio de las sombras, tan cerca de los edificios, mendigando su protección, que en ocasiones me golpeaba sin darme cuenta, entre la prisa y el descuido, con las rejas de las ventanas. No sé bien a qué se debía aquella prisa, tal vez al deseo de huir rauda de las calles, pero se evaporó en seguida, al pasar junto a una ventana abierta y distraerme con las voces que llegaban del interior: una mujer gritaba y un hombre asentía con voz humilde, tal vez arrepentida. Aquellos gritos rompían con su estridencia la calma que reinaba fuera, el silencio de las calles andaluzas cuando, durante el verano, llega el medio día. Yo no podría acalorarme tanto cuando fuera son tan altas las temperaturas, fue lo primero que pensé, y no concebía que alguien pudiera hacerlo. El genio surgiría en todo caso en la noche, cuando no aletargara a los cuerpos el calor. Después de esta pequeña reflexión me pregunté a qué se deberían aquellos gritos y la aparente sumisión del hombre.

Avancé un poco más allá de la ventana y paré en seco, intentando adivinar. Sólo escuché frases sueltas y sin sentido que no llevaban a ningún lugar. Reanudé mi marcha, ahora sí, despacio, lanzando una mirada descarada al interior de cada casa; a las pocas, es cierto, que a aquellas horas no habían bajado las persianas. Intentaba imaginar cómo serían las vidas de sus habitantes, sus problemas, sus alegrías.

La curiosidad me llevó a crear mis propias historias, basadas en sencillas hipótesis que surgían de la nada, observando primero la decoración de los interiores, si la tele estaba encendida y no había nadie, si las ventanas tenían visillos, si había juguetes por los suelos o si veía de reojo a algún inquilino. Una vez identificados los habitantes, tras pasar durante días ante las mismas ventanas y teniendo en cuenta el vacío que dejaba el pasar siempre a la misma hora (tal vez algún habitante trabajaba en aquellos momentos, por ejemplo, y había escapado a mis ojos) di paso al estudio concienzudo de cada casa, lo que vino a ser una invención sin fundamento alguno de sus vidas, sus fechorías y sus tragedias.

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