Salí a la calle un día
cualquiera, una calurosa mañana de verano, y ya el sol bien alto hacía estragos a los viandantes que se refugiaban en
las sombras procuradas por los edificios. El calor sofocante no
impedía que la vida continuase en la ciudad a pesar de todo pero,
poco a poco, conforme avanzaba la mañana, la multitud iba
desapareciendo de las calles, para acabar resguardada en los bares y en sus casas
al llegar la hora del almuerzo.
Caminaba yo también
buscando el refugio de las sombras, tan cerca de los edificios,
mendigando su protección, que en ocasiones me golpeaba sin darme
cuenta, entre la prisa y el descuido, con las rejas de las ventanas.
No sé bien a qué se debía aquella prisa, tal vez al deseo de huir
rauda de las calles, pero se evaporó en seguida, al pasar junto a
una ventana abierta y distraerme con las voces que llegaban del
interior: una mujer gritaba y un hombre asentía con voz humilde, tal
vez arrepentida. Aquellos gritos rompían con su estridencia la calma
que reinaba fuera, el silencio de las calles andaluzas cuando, durante
el verano, llega el medio día. Yo no podría acalorarme tanto cuando
fuera son tan altas las temperaturas, fue lo primero que pensé, y no
concebía que alguien pudiera hacerlo. El genio surgiría en todo
caso en la noche, cuando no aletargara a los cuerpos el calor.
Después de esta pequeña reflexión me pregunté a qué se deberían
aquellos gritos y la aparente sumisión del hombre.
Avancé un poco más allá
de la ventana y paré en seco, intentando adivinar. Sólo escuché
frases sueltas y sin sentido que no llevaban a ningún lugar. Reanudé
mi marcha, ahora sí, despacio, lanzando una mirada descarada al
interior de cada casa; a las pocas, es cierto, que a aquellas horas
no habían bajado las persianas. Intentaba imaginar cómo serían las
vidas de sus habitantes, sus problemas, sus alegrías.
La curiosidad me llevó a
crear mis propias historias, basadas en sencillas hipótesis que
surgían de la nada, observando primero la decoración de los
interiores, si la tele estaba encendida y no había nadie, si las
ventanas tenían visillos, si había juguetes por los suelos o si
veía de reojo a algún inquilino. Una vez identificados los
habitantes, tras pasar durante días ante las mismas ventanas y
teniendo en cuenta el vacío que dejaba el pasar siempre a la misma
hora (tal vez algún habitante trabajaba en aquellos momentos, por
ejemplo, y había escapado a mis ojos) di paso al estudio concienzudo
de cada casa, lo que vino a ser una invención sin fundamento alguno
de sus vidas, sus fechorías y sus tragedias.
muy bueno y mucha curiosidad por seguir leyendo mas :)
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